Como la mayoría de los fanáticos del béisbol, crecemos con el deseo de conocer a nuestros jugadores favoritos. Luego, a medida que pasan los años, a veces la predilección que sentimos por un pelotero cambia y se enfoca en otro, pero casi siempre nos quedamos con imborrables recuerdos de cada experiencia de vida.
Esa sensación es algo que he logrado vivir a través de varios años gracias a mi trabajo dentro del béisbol cubano, donde he logrado compartir con estelares jugadores de diferentes épocas y generaciones. Ahora podría recordar inolvidables charlas con Pedro Chávez, Jorge Trigoura, Tony González, Antonio Muñoz, Braudilio Vinent, Julio Romero, Miguel Cuevas, Lázaro Junco o el lamentablemente fallecido Pedro José “Cheito” Rodríguez, entre muchos otros, todos leyendas vivientes de nuestro pasatiempo nacional en Cuba, que se reunían en los Juegos de las Estrellas de Veteranos.
Aunque a la mayoría de ellos no los pude ver jugar, porque rubricaron sus hazañas en otras épocas, había tenido la posibilidad de revivir sus memorables historias a través de la lectura. Gracias al acucioso bregar de mi tío Beto—lamentablemente fallecido—, quien me inspiró obsequiándome buena parte de su archivo personal, pude coleccionar varias guías de las primeras Series Nacionales.
Aún conservo la mayoría de ellas, perfumando mis archivos con ese inconfundible olor que adquieren los libros tras ser conservados debidamente por varios años. Todavía me deleito con las fotos de colores enteros, la sección llamada “Cuadro de Honor”, donde se registraban los líderes y, al final, el plato fuerte: Las estadísticas detalladas de cada jugador.
O sea que, a pesar de no haber podido vivir ese béisbol romántico de los 60’ y los 70’ en Cuba, ni la Liga Profesional Cubana antes de las Series Nacionales, al menos había suficientes historias en libros y recortes de periódicos que servían como puente para dar un viaje mágico a aquel béisbol de antaño. Sin embargo, siempre hubo un bounce brusco—‘como se dice en el argot beisbolero’—, capaz de hacer difícil la conexión con las hazañas de los peloteros cubanos que se desempeñaban en el béisbol profesional.
Según me contaba mi tío, la información era escueta, y obviamente se hacía bastante difícil de acceder, por ejemplo, a revistas o periódicos internacionales, sino algún familiar o amigo no lo traía del exterior. Nada se asemejaba al desarrollo que disfrutamos a día de hoy, con diversas vías para obtener información privilegiada en incontables sitios que ofrecen detalladas referencias sobre todas las ligas de béisbol a nivel mundial.
Así pues, mientras estudiaba en la Secundaria Básica, me reuní con varios amigos e intentamos indagar sobre cuáles podían ser las mejores vías para encontrar periódicos, revistas o folletos en diferentes bibliotecas, con referencia que nos permitieran leer historias beisboleras de épocas pasadas.
Sí, buscábamos saber más sobre la vida de Tany Pérez, Luis Tiant, José de la Caridad Méndez, Cristóbal Torriente o Tony Oliva, entre otros cubanos que llegaron al estrellato en las Grandes Ligas y las Ligas Negras, siendo “Leyendas vivientes” prácticamente condenadas al olvido.
Desenterrar esos tesoros insospechados en nuestra infancia, o al menos intentarlo, para nosotros comenzaba a convertirse en una obsesión, porque era casi imposible. Sin embargo, pocos años después, cuando aprobé un curso de anotación codificada—el sistema que se utilizaba en la Serie Nacional del béisbol cubano desde 1976—, experimenté una apertura que me permitió adentrarme en el mundo que tanto soñaba.
Tener la posibilidad de conocer a tantos héroes de cerca fue fantástico, emocionante, y aún diría que para mí sigue siendo una experiencia única. Entonces, simplemente comenzó a pasar el tiempo, y hubo una tarde especial que nunca olvidaré. Yo estaba sentado en el palco de prensa del estadio Santiago “Changa” Mederos, completando unos apuntes sobre el equipo provincial juvenil de La Habana y, de momento, la presencia de un hombre de pasos lentos y firmes prácticamente detuvo el accionar en el estadio.
El custodio de la puerta principal, otro de los icónicos personajes beisboleros del “Changa”, el ya desaparecido “Cucho” Ruiz, ex pelotero en sus años mozos durante la década de los cincuenta, se paró en la puerta de la cabina y le dijo al locutor local: “Anuncien ahí que entró al estadio Andrés ‘El Perfecto’ Ayón, leyenda del béisbol cubano y mexicano, de los grandes”… “Este sí no era un ‘pitchercito de café con leche’”, una de las frases más jocosas que distinguía al viejo “Cucho”.
Siendo honesto, había escuchado algunas historias sobre Ayón, pero nada lo suficientemente verificado como para estar seguro de todos sus récords. Sabía que había dirigido al equipo de Industriales, entre 1981 y 1984—Series 22, 23 y 24—.
Eso, porque siempre se comentó sobre su recia disciplina implantada como manager, y la mayoría aseguraba que se debía a su cultura arraigada en el béisbol profesional, de la llamada “vieja escuela”. Y, sobre su historia como jugador, mi amigo Tony García Barreto me hablaba mucho, porque escuchó anécdotas de otro cubano que marcó época en el béisbol mexicano, su amigo Waldo Velo.
Recuerdo que, aquella tarde, Ayón rápidamente le dijo al locutor del estadio “No, no hombre, no dispersen la atención del juego”, haciendo una señal con la cabeza mientras frotaba su tabaco encendido entre sus dedos.
“Gracias”, continuó, “de verdad gracias, pero aquí los importantes son ellos, los jugadores, ellos son los que ahora están construyendo su historia”.
La confesión fue uno de sus lanzamientos de humildad, de esos que dejaba perplejos a todos los que estábamos reunidos ahí, detrás del home, pero esa fue sólo la presentación que nunca olvidaré de un gran pelotero y mejor persona como Andrés Ayón.
Conversó con todos cordialmente, sin distinción alguna. Respondió cuanta pregunta se le disparó a quemarropa y contó varias anécdotas de su colosal experiencia en esos cuatro innings que nos vistió de gala aquella tarde.
¿De pitcheo? Como siempre, disertó. A Ayón ni siquiera hacía falta preguntarle nada durante un juego, porque mientras lo disfrutaba, iba lanzando flashazos, como un poeta, evaluando la técnica, los instintos, la táctica y cada habilidad apreciable.
Cada segundo lo disfrutaba, y para todos los presentes fue una inolvidable clase de béisbol.
“Mira”, dijo señalando al lanzador que subió a la lomita. “Hay un movimiento que él debería corregir cuando pasa su brazo”, expresó en voz baja mientras avanzaba el entre innings. “Son cosas que le sucedieron a todos los que han subido ahí, a la lomita, a lanzar. Pero la clave está en corregir, ajustar, hacer las repeticiones correctas, fortalecer el brazo, las piernas, y tirar mucho, eso, entre otras claves que se van aprendiendo y cada muchacho va conociendo en sí mismo”.
“Cada brazo tiene un recorrido natural, cada mano y dedos, provocan un efecto diferente cuando lanzan, así funciona, y el lanzador debe saber y tener siempre el control, porque es el que ataca a su rival”.
En ese punto de la conversación, todo fue aún más fascinante. Ayón contó cómo su fortaleza mental lo ayudó para lanzar incluso cuando en su brazo, obviamente, sentía cansancio. Todo ese arte lo aprendió, lo ajustó, y lo fue puliendo hasta terminar con marca de 234-148 en Ligas Menores, lanzando hasta los 42 años.
Pero después de esa historia de vida, de superación y de los logros que lo llevaron a ser elegido como miembro del Salón de la Fama del Béisbol Mexicano en 1997, Ayón seguía tomando cada faceta como un aprendizaje. Así lo decía, con la sencillez y el ímpetu que lo caracterizó en una vida de ocho décadas respirando béisbol.
“Esta es mi vida”, decía mientras señalaba al montículo, y paseaba su vista por el terreno de juego, “al béisbol se lo debo todo”. Y, al menos en los años que pudimos conversar y compartir, incluso junto a su hermano Jesús Ayón—quien diseñó un gran trabajo de ejercitación para los lanzadores de Industriales y Metropolitanos allá por los años 2008 y 2009—, Andrés Ayón Brown nunca renunció a su pasión por el béisbol.
Y esa es la gran imagen que me llevaré por siempre, aunque ya no esté físicamente con nosotros el ilustre as de los Saraperos de Saltillo, campeón nacional de Cuba en el primer Campeonato Mundial Juvenil en 1956, y miembro de los Havana Sugar Kings en 1959. El hombre sabio y corajudo sobre la colina de los martirios, protagonista del segundo Juego Perfecto en la historia de la Liga Mexicana de Béisbol, hace casi 50 años, el 30 de junio de 1972 en siete innings contra los Sultanes de Monterrey.
Te has ido físicamente, estimado Andrés Ayón Brown, padre, hermano, amigo… pero tu legado vivirá por siempre y te hace inmortal en los corazones de quienes te recordaremos como una leyenda viviente del béisbol cubano.
(Foto: Andrés Ayón/Archivos de BaseballdeCuba.com)
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